"CUENTOS ESCABROSOS"
BIOGRAFÍA
Poeta, escritor, y docente. Colaboró en los guiones y actuó en teatro de títeres para la ONG IDEIF. En el 2011 ganó el concurso Festival del Libro y la lectura verde, como formador. Publicó Habitantes del amor y otros temores, 2014 (poesía), y Relatos extraviados, 2015. Su poema Zeballos, púgil de infinitas melodías fue publicado en Cien Poemas a Horacio Zeballos, concurso organizado por la Derrama Magisterial del Perú. Fue uno de los ganadores del concurso Nuevos Relatos Mágicos 2, 2017, de Editorial Malabares. Participó como autor invitado en el evento de residencia literaria, Arequipa Imaginada, en julio del 2017. Organiza activamente eventos con el movimiento PONA VERDE. Estuvo en el III Coloquio Internacional de Literatura Amazónica y en el I encuentro Internacional de Educación y Literatura Amazónica como expositor. Es editor en MAERKI EDITORES. Es promotor del Plan Lector en el colegio Rosa Agustina Donayre D. Morey y del concurso interno de creación literaria Narraciones Tempranas. Participó en el VIII Festival de Poesía de Lima, 2018. Además presentó su nuevo libro Cuentos escabrosos. Dos de esos cuentos han sido publicados en la revista virtual Vallejo&Co, 2019.
Contendido del libro:
- Historia de varios corazones exiliados
- Un bullicio cautivador
- Las desolaciones
- Historia de un palurdo desahuciado
- Mudanza
- Hijas de las añagazas
- Chichón
- En el muladar de la vida
- Breve historia suburbana
- Un cuento miserable
- Discurso para condenados
- La última estrella en Noche Buena
FRAGMENTO
"Historia de un palurdo desahuciado"
Acomodado en la cama del quirófano observaba la luz que insistía ingresar por la ventana corta del cuarto. Le aplicaron la inyección del sueño y pensó en su terrible comportamiento y en las ojeras resguardadas de su padre. El doctor Avelino, vecino y benefactor de El Trapiche por interés polı́tico en las navidades, había planificado la amputación de su pierna. Hace tiempo estaba perdida. Empezó a amoratarse por una simple punzada de zancudo. A la semana, una llaga encendida de púrpura le ardía en la pantorrilla. Mandó al carajo el tratamiento como siempre. Bebió veinticuatro cervezas celebrando el aniversario de El Trapiche y almorzó trozos de chancho frito.
—Al menos, si he de morir, moriré bien tragado —vociferó, al ver el delicioso plato servido.
La familia sazonaba la ocurrencia. Pero su hijo de seis le reclamaba a llanto crudo el descuido. No se lo decía públicamente. Esperaba la noche y saltaba en su panza agrandada, pidiéndole aprecio. Lo de la pierna fue solo el principio de la caída sin ceremonias de un guerrillero de la vida, un escandaloso parrandero, un pendenciero mecánico, bufón de la cotidianeidad, del dinero derrochado.
En su infancia aprendió la dureza del maltrato. Su padre Dalio Grefo batallaba a manguerazos contra la ignorancia de un hijo que se negaba a ir a la escuela. En otras ocasiones, la madre, ya muy enferma por el mismo mal, calmaba la iracundia del padre, suplicándole amnistía:
—Déjale. Toñito ya crecerá. Los niños son ası,́ ya se dará cuenta de su error.
En realidad jamás se arrepintió de no completar la primaria. Dalio entroncado no soportó la rebeldı́a y le dejó al desbande de la vida.
—Si algo llega a pasarte, yo me desatiendo —fue el último regaño que dio.
—Pero viejito, no te preocupes, la gente vive de los negocios —respondió a su padre, sin resquemor alguno.
Nada captaba su descarrilado interés. Ası́, supuestamente maduró, su estructura corporal cedió al paso del tiempo, se alargó́, y engordó. Pensó en ser poeta, pero se detuvo al no encontrar palabras suficientes para deslizarse en ese mundo. Se metió al taller de teatro en la Alianza Francesa y no pudo montar jamás las lágrimas ni mostrar la cara de tragedia de un actor mundano. Muchos meses paseó con una guitarra gastada. Jamás nadie le escuchó entonar algo. La guitarra terminó en el depósito de la huerta, al lado de la bicicleta de carrera que jamás compitió. Mostró las agallas de endulzador de labios al propinarle una reverenda paliza verbal al ladrón de su tío. Ahı ́se detuvo un rato. Consiguió unos guantes de boxeo. Supuso que manejar la labia fecunda iba de la mano con el puño disperso. Andaba rompiendo narices y amoratando ojos a los chicos del vecindario porque le miraban recelosos. Intentó darse de superhéroe sin fijarse en la matonería mostrada.
Dalio Grefo acabó botándolo a los catorce, hastiado de los reclamos de los padres del vecindario. Toño no se fue. Su vereda, en el 114 de El Trapiche, era su alba y el parque empolvado de Agua Sana (Sachachorro) su ocaso. Allı́, en Agua Sana, junto a las estatuas bronceadas practicaba la lucha boxística con los más alocados de El Trapiche. Una vez perdió frente al matón Chichón. Y por amenaza de Chichón abandonó la lucha. La única derrota y el labio inferior rajado bastaron para botar sus guantes junto a los cachivaches de sus oficios guardados.
Desenfadado, temeroso, prefirió atrincherarse en su vereda. Cada vez que Chichón lo miraba vecineando, en la primera cuadra de El Trapiche, enervaba el puño, y hacía el ademán de darse un golpe. Toñito salía disparado rumbo al resguardo de sus padres. Allı́ aprendió el arte de timbear en las noches observando las jugadas inteligentes de su padre. Reunió a los amigos cercanos y dispuso el piso de la vereda para ganar lo que sea posible. Desde monedas, billetes, hasta la ropa puesta. Pero como toda monotonía cansa, en un par de años se aburrió de madrugar. Su hábito de emprendedor romántico encendió una idea novedosa. Plantó una llanta vieja de
camión al lado de la acera y pintó, en el contorno, con esmalte, en letras góticas (otra de sus aventuradas pasiones, según el padre):
SE PARCHA LLANTA
Luego, rebuscó en las herramientas de su progenitor, exconductor de colectivos. Había mucho por aprender. Tenía diecisiete años cuando empezó el pujante negocio. Copia de un amplio comentario educativo de uno de sus contrincantes de cartas, visto en el centro de la ciudad. El negocio era propicio, la pista era reciente a consecuencia del atropello de un perro.
Varios días sufrió esperando clientes. Nadie se plantaba. «Es cuestión de paciencia y suerte», le comentó a su primer crítico. Adalio Grefo acostumbrado a su romanticismo volátil, bufó.
—Bah, bah, Toño, la misma cojudez de siempre.
Y le dio una lección que transformó el proyecto temporal en oficio imperecedero:
—A los negocios no se les espera plastaocotes como una lavandera. Tienes que atraerlos. ¿Cómo crees que vienen los timberos? No vienen por la amistad, vienen por el cañazo.
Las palabras fueron un río de ilusión, se le ocurrió una idea drástica. Corrió a la casa del ilustre zapatero, un veterano del conflicto con Colombia. Le convenció que le convidase una porción de sus «mágicas» tachuelas. Por supuesto, debido a su fama de alcornoque mezquino, Bemı́bar Fuárez, se negó reprochándole el desperdicio juvenil.
—Hijo, por eso prefiero las guerras. Así el Perú tendrı́a dónde desperdiciarte.
Toño sonrió torpemente. Estiró la mano, mostrando un billete aprisionado. Ofreció cinco soles por una bolsita rebosante de tachuelas. Sin protestar ni elevar su caótica presión fue a su morral recocido, extrajo el pedido y le advirtió:
—Espero que le des buen uso. Pero, por favor, no me des competencia.
—No soy como los demás señor, yo estoy en otro rubro —dijo y, con la adrenalina al tope, recibió las tachuelas.
—Es que la gente, hijo, vive de lo que otros inventan —reflexionó Bemíbar, al instante que le daba su vuelto.
Veloz, excitado, sin aflicciones, abandonó el negocio del remendador de zapatos.
Esperó la inmediatez de la noche, el abandono de las calles, el sueño vencido de los vecinos y dispuso a su antojo la mitad de su compra a lo ancho y largo de la nueva pista. Al día siguiente, muy temprano, a la hora del cántico de los gallos petulantes, tocaban la puerta ferozmente. Dos motos traían pinchados los neumáticos traseros.
Feliz. El negocio se había direccionado, camino a tener sucursales (él pensaba). Empezó a manejar dinero, a apoyar en los gastos cotidianos de la casa. A despilfarrar en fiestas inesperadas: por si llovía, por si llegaba un amigo del pasado, porque debió festejarse el cumpleaños de la lora, porque su madre empeoraba, porque su madre mejoraba, porque su madre volvía del hospital, porque uno de los riñones le funcionaba, porque la Navidad iba a ser en una semana, porque Año Nuevo había pasado, porque había soñado arroz, porque había comido dulces en su sueño (indicios de holgura, de abundante dinero). No dejaba escapar fecha para una terrible francachela con sus amigotes de la antigua timba. Aquí no existían fines de semana de relajo. Todos los días podían hacerse fiestas memorables. En eso era estricto. Pero en el campo amoroso era un desastre empalagoso.
A los trece se acercó a la ventana de Brenda Gomosa. Propuso sin rodeos, sin galanteos previos, iniciar un romance. Salió trasquilado. Su renombrada popularidad de sheretero malformado le había pasado la factura. También odiaba lavarse los dientes y usaba un desodorante que empeoraba su olor. En lugar de alejarse con la mirada vencida, acción propia de un caballero acabado, mandó a comer mierda a Brenda. Entonces empezó a burlarse de las «deformidades» exóticas de las chicas. Y si no las tenía. Toño se las inventaba.
Lavida Correa fue una de esas víctimas. Tenía la nariz ondulada y excesivamente prominente. Toño, creyendo que esa serı́a una debilidad para atraerla hacia su corta lista amorosa, la propuso andar de manos y de besos, a oscuras, para evitar comentarios distorsionados sobre sus gustos raros.
—¡No! ¡Ni estando loca! —le respondió estridente, Lavida.
Lo que siguió fue el apelativo que se quedó en la conciencia populachera de El Trapiche y en la de los testigos que merodeaban la vereda de Lavida.
—Lavida, ¡boca hedionda!, después de mí no te querrán ni los shamecos de la otra calle.
Eso no fue lo más desastroso en la vida amorosa de Toño. A los quince había observado de cerca los pasos de Zayuri Yurica. Chica agraciada, morena, delgadísima, sociable. El día que decidió conversarla y establecer una amistad con visos, a su parecer, de un romance vulgar, Zayuri le puso un alto, enterada de sus tratos nefastos y sus apodos recalcitrantes:
—Si me vas a insultar por no querer hablarte. Debes saber, que hoy más que nunca, puedo arrastrarte de los pelos y barrer la calle si yo quisiera.
Nadie se había atrevido a tanta ofensa verbal. Decepcionado, arrugó la frente, y mientras Zayuri se alejaba, masculló: «Pierna de alicate». El temor de imaginarse siendo usado de escoba no le permitió elevar la voz. Pero cada vez que ella se le cruzaba en la calle, en su mente y en su ánimo resentido, murmuraba: «Pierna de alicate».
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